martes, 15 de noviembre de 2016

Conversaciones con el Balcón I

Buenos días. 

Permiso, me voy a sentar por aquí. Sé que siempre lo había hecho sin anunciarme, pero hoy decidí lanzarme directamente hacia usted, querido balcón, ya no aguanto más, no puedo más. No me malinterprete, no me voy a lanzar desde usted hacia algún vacío, no. Créame, tengo suficientes vacíos, no necesito más. Me lanzo hacia su silencio, hacia su extraña tranquilidad, me acuesto entre sus frías comodidades donde tantas veces he venido neciamente a abusar de su hospitalidad. Hoy quiero conversar con usted. Necesito que me escuchen de verdad. Así que aquí me siento, con un temor natural, pero esperanzado en su capacidad catártica. Gracias. Comienzo.

Es terrible, balcón, es terrible. Estoy vencido por mí. 

Mire, lo que pasa es que yo soy muy egoísta, esa es la esencia de mi insoportable situación. Yo quiero todo para mí, quiero lo mejor y lo peor, quiero tener entre mis manos un mechón y luego cada fibrita se escurre inevitablemente entre los dedos. Las lágrimas, compañeras constantes de mis antiguas soledades, decidieron multiplicarse y mudar parte de su familia a ojos ajenos que nada tienen que ver con ellas. Colonizaron otros pómulos, se arrastran decididas sobre otras mejillas mientras su portador no entiende por qué las tristezas de otros (mías) tienen que bañar las alegrías propias. 

Ya no quiero tener habilidades metafóricas, quiero decir de verdad que me duele, me duele mucho pensar, me duele mucho soñarla. Y llegan entonces estas noches, estas oscuras noches en que sólo quiero escribir hasta que la mano se derrumbe mientras los fogosos deseos se disipan en letras teatrales, en las historias que usted me ha acompañado a leer. 

Sabe usted qué más... Pasa que siento el peso religioso de la conciencia ennegrecida. Cae sobre mí todo lo que yo tiré sobre el mundo.

Ahí viene mi soledad, con paso largo, sin afán, pero con una firmeza angustiante. Ahí viene y me mira como quien reta a alguien con la seguridad de la victoria, me coquetea, me muestra sus bondades, me abraza y me tranquiliza. Pero esa sonrisa extraña de la Chole, esa sonrisita que no termino de descifrar pero a la que siempre me entrego con debilidad esperanzada... esa sonritisa. Qué susto. Qué dolor de estómago. Qué crueldad de sonrisa.

Y vuelven a llegar esas noches en que la sueño. Y volvió esa noche en la que no la sueño, la tengo, la tuve. Esa noche especial en que mis sueños parecen tan reales que puedo tocar, mirar, acariciar. Todo eso lo hago y lo sueño con la ilusión de ser feliz (qué trampas me pones, Chole), pero siempre buscando un abrazo, un abrazo que me acompañe a dormir. Nada más. Y ¿al otro día? Hay que despertar y salir al mismo mundo de siempre, no puedes quedarte en el de los sueños, pues... ¡Porque no!

Y viene ese peso religioso. Y vuelve Chole, con su sonrisa ahora endemoniada, viciosa, deleitándose con mi imagen destrozada y solitaria llena de conversaciones iniciadas, llena de normalidades, de tiempos lentos y pasmados, llena de recuerdos y ganas de más abrazos. Pero ahora sus abrazos son calientes, sofocantes, me ahogan y quiero soltarme, y lucho y pataleo y riño y ofendo y lloro y... otra vez llego a usted, querido balcón, a ver si "ahora sí", a prometerme nuevas mentiras, a buscar en otras letras y otras músicas la tranquilidad que no habita en las mías. 

Me despido por ahora. Le agradezco su atención, y prometo volver.

15/11/2016